Llegó desbaratando los asuntos,
aquellos cotidianos asuntos tan banales
como la vida misma.
Llegó y la cristalera del patio del hastío
se hizo añicos sin rastro
del adoquín o piedra.
Llegó -¡maleducada!- sin avisar siquiera,
como arriba una carta inesperada
al descreído muelle de la irritante espera.
Y fue primero luz: una aurora insolente;
fuego fiero, fulgor
que enceguece los ojos de algún pequeño dios.
Y después
se fue sobre sus pasos,
serena y descarada, como si nunca hubiese,
¡joder!, pasado nada...
aquellos cotidianos asuntos tan banales
como la vida misma.
Llegó y la cristalera del patio del hastío
se hizo añicos sin rastro
del adoquín o piedra.
Llegó -¡maleducada!- sin avisar siquiera,
como arriba una carta inesperada
al descreído muelle de la irritante espera.
Y fue primero luz: una aurora insolente;
fuego fiero, fulgor
que enceguece los ojos de algún pequeño dios.
Y después
se fue sobre sus pasos,
serena y descarada, como si nunca hubiese,
¡joder!, pasado nada...